Durante mucho tiempo, enfoqué mi sanación en la mente y el corazón. Leer, hablar, escribir, llorar, entender… Me entregué a eso con fuerza. Pero había algo que, sin querer, seguía dejando por fuera: mi cuerpo . Mi cuerpo también vivió la violencia. Él la guardó. Él la sostuvo cuando yo era pequeña y no podía entender lo que me pasaba. Mi cuerpo aprendió a tensarse, a encogerse, a quedarse quieto, a aguantar. Y aunque mi conciencia haya crecido y evolucionado, él aún carga memorias que no siempre son visibles, pero sí palpables. Hubo un momento en mi proceso donde me di cuenta de que por más que entendiera lo que me pasó, si no incluía a mi cuerpo en la sanación, algo se me iba a quedar incompleto. Empecé a notar cómo reaccionaba mi cuerpo ante ciertas situaciones, palabras, personas. A veces me dolía el pecho sin razón aparente. O me costaba respirar. O me sentía desconectada, como si viviera solo en mi cabeza. Ahí entendí: mi cuerpo necesitaba ser parte activa de mi recuperación...
Sobreviví a un trauma que dejó heridas invisibles. Hoy comparto el camino de sanación que me llevó a reencontrarme. Mi historia no es solo mía: es puente, es canal, es ofrenda.