hablar, escribir, llorar, entender… Me entregué a eso con fuerza. Pero había algo que, sin querer, seguía dejando por fuera: mi cuerpo.
Mi cuerpo también vivió la violencia. Él la
guardó. Él la sostuvo cuando yo era pequeña y no podía entender lo que me
pasaba. Mi cuerpo aprendió a tensarse, a encogerse, a quedarse quieto, a
aguantar. Y aunque mi conciencia haya crecido y evolucionado, él aún carga
memorias que no siempre son visibles, pero sí palpables.
Hubo un momento en mi proceso donde me di
cuenta de que por más que entendiera lo que me pasó, si no incluía a mi cuerpo
en la sanación, algo se me iba a quedar incompleto.
Empecé a notar cómo reaccionaba mi cuerpo ante
ciertas situaciones, palabras, personas. A veces me dolía el pecho sin razón
aparente. O me costaba respirar. O me sentía desconectada, como si viviera solo
en mi cabeza. Ahí entendí: mi cuerpo necesitaba ser parte activa de mi
recuperación.
🔹 Empecé a moverme no para verme bien, sino para escucharme por dentro.
🔹 A usar la respiración como ancla y medicina.
🔹 A llorar mientras me estiraba, sin juzgar mis lágrimas.
🔹 A dejar que mi cuerpo tiemble, grite o se encoja si lo necesita.
🔹 A abrazarme literal y simbólicamente, dándome el consuelo que no tuve.
Incorporar el cuerpo a mi proceso no ha sido
fácil, porque ahí están guardadas muchas verdades que me dolieron. Pero ha sido
profundamente liberador. Mi cuerpo también quiere sanar, y cuando lo
incluyo, algo se reorganiza dentro de mí. Algo profundo, real, irrepetible.
Ahora sé que mi cuerpo no es solo un testigo
pasivo de lo que viví, sino un aliado sabio en mi transformación. No lo fuerzo.
Lo escucho. Le hablo. Y le agradezco.
Sanar el trauma no es solo un trabajo
emocional o mental. Es también físico, energético, espiritual. Es un retorno
a casa. Y mi cuerpo… es la primera casa que habité.
Comentarios
Publicar un comentario