Ir al contenido principal

Salir del laberinto: lo que me salvó… luego me encerró


Durante mucho tiempo creí que ser fuerte era la única opción.
Callar.
Aguantar.
Anticiparme al daño antes de que llegara.
Adaptarme. Hacer lo que fuera necesario para sobrevivir.

Y funcionó.

Me protegí como supe. Me escondí en lo correcto, en lo prudente, en lo invisible.
Pero lo que me salvó en ese entonces…
…más adelante se volvió una cárcel.
Una cárcel hecha de hábitos, miedos y viejas soluciones.

No siempre es un solo evento el que deja trauma.
A veces son los silencios.
Las miradas que no llegaron.
Las veces que te tragaste el llanto porque nadie iba a sostenerlo.
Las veces que fuiste tu propio refugio porque no había nadie más.

El trauma se instala. Se cuela en tu forma de respirar, de amar, de reaccionar.
Y sin darte cuenta, estás viviendo con el cuerpo en el presente…
…pero con la mente atrapada en el pasado.

Me pasó.
Sentía que hacía todo “bien”, pero algo en mí seguía alerta.
Como si algo malo pudiera pasar en cualquier momento.
Y lo peor es que, al repetir lo que conocía, no me daba cuenta de que me estaba hiriendo sola.

¿Te ha pasado?
Repetir patrones que ya no te sirven.
Alejar a quien te quiere.
Huir de lo que te emociona.
Confiar en lo que te daña… solo porque es familiar.

El trauma no avisa.
Te moldea.
Y si no lo ves de frente, lo repites.

Pero no estás condenado.
Tu cerebro puede aprender.
Puede abrirse a nuevas rutas, nuevas respuestas, nuevas formas de estar en el mundo.
No de un día para otro.
Pero sí si te atreves a cuestionar:
¿Esto que hago todavía me protege? ¿O ya es una trampa disfrazada de hábito?

Sanar no es volverte otra persona.
Es dejar de pelear contigo.
Es permitirte sentir lo que antes callaste.
Es soltar la fuerza obligada para volver a lo suave, a lo real, a lo tuyo.

Mi historia no me define.
Tu historia tampoco te encierra.

Ninguna historia —por más oscura o dolorosa— tiene el poder de decidir quiénes somos para siempre.

Somos más que lo que nos pasó.
Somos lo que elegimos hacer con eso.

Y aunque al principio duela, salir del laberinto vale la pena.

Porque merecemos algo más que sobrevivir.
Merecemos una vida donde podamos respirar en paz, amar sin miedo y vivir… de verdad.

El trauma no es una sentencia.
Es una señal.
Una herida que te dice por dónde comenzar a liberarte.

Y aunque duela al principio, salir del laberinto vale la pena.

Porque mereces una vida donde ya no tengas que sobrevivir.
Sino vivir… de verdad.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Sanar relaciones: mi camino para confiar en el amor y la amistad después del trauma

Por mucho tiempo, pensé que algo en mí estaba roto. Que las relaciones no eran para mí, que el amor era una trampa y que las amistades solo funcionaban si yo me adaptaba a lo que los demás querían de mí. Crecer con el peso de una infancia marcada por la violencia sexual me dejó cicatrices que, al principio, ni siquiera entendía. Me volví experta en sobrevivir, pero cuando se trataba de conectar con otros, me sentía perdida. En la amistad, por ejemplo, nunca sabía bien cómo ser yo misma sin sentir que estaba incomodando a alguien. Me costaba abrirme, porque en el fondo tenía miedo de que, si alguien veía quién era de verdad, se alejaría. ¿Cómo confiar en alguien cuando aprendiste que las personas que deberían haberte protegido fueron las primeras en hacerte daño? Así que me refugiaba en la distancia o en la complacencia: decía “sí” cuando quería decir “no”, aceptaba menos de lo que merecía y callaba lo que dolía. En el amor era aún más difícil. La intimidad me asustaba, no solo física,...

Sanar a mamá en mí: cuando el perdón es hacia adentro y el amor se expande

Durante mucho tiempo creí que sanar la relación con mi mamá significaba perdonarla. Perdonarla por lo que no supo darme, por sus ausencias emocionales, por sus silencios, por sus formas. Pero con los años, el camino  me llevó por otra ruta más honda y amorosa: la del perdón hacia mí misma. Porque más allá de lo que ella hizo o dejó de hacer, también yo me herí intentando llenar vacíos. También yo me exigí, me culpé, me hice pequeña o me endurecí para no volver a sentirme como me sentí con ella. También yo me juzgué por no poder “superarlo”, por desear una madre diferente, por querer cerrar la herida con la razón cuando lo que dolía era el alma. Sanar la relación con mamá ha sido, sobre todo, reconocer que ya no quiero seguir cargando ese peso. Que no necesito que ella cambie para yo poder estar en paz. Que no se trata de que me entienda, me pida perdón o me dé lo que nunca pudo. Se trata de dejar de esperar y empezar a vivir desde lo que sí puedo darme ahora . Perdonarme ...

El regalo silencioso de mi papá: creer en mí

Durante años creí que sanar era acumular herramientas, nuevas formas de pensar o técnicas que me ayudaran a “estar mejor”. Pero con el tiempo descubrí algo más profundo: que el verdadero punto de transformación es conocerme a mí misma . Entender cómo funciono, qué me activa, qué me da miedo, qué necesito para sentirme en paz. Y en ese proceso, inevitablemente, miré hacia atrás... y me encontré con mi papá. Mi papá nunca me gritó. Nunca me levantó la mano. Nunca me trató con groserías. Su forma de enseñarme fue con palabras, no con castigos. Me hablaba para hacerme caer en cuenta de lo que podía mejorar. No imponía, explicaba. No controlaba, confiaba. Y quizás eso fue lo más poderoso: Confiaba en mí más de lo que yo misma lo hacía. Él siempre me decía que debía estudiar, aprender, valerme por mí misma. No desde la exigencia, sino desde el amor profundo que desea que su hija no dependa de nadie, que sea libre, fuerte y capaz. Me apoyó incluso cuando no estaba de acuerdo con mi...