En la amistad, por ejemplo, nunca sabía bien cómo ser yo misma sin sentir que estaba incomodando a alguien. Me costaba abrirme, porque en el fondo tenía miedo de que, si alguien veía quién era de verdad, se alejaría. ¿Cómo confiar en alguien cuando aprendiste que las personas que deberían haberte protegido fueron las primeras en hacerte daño? Así que me refugiaba en la distancia o en la complacencia: decía “sí” cuando quería decir “no”, aceptaba menos de lo que merecía y callaba lo que dolía.
En el amor era aún más difícil. La intimidad me asustaba, no solo física, sino emocionalmente. La idea de que alguien se acercara demasiado hacía que mi cuerpo se tensara y mi mente buscara la salida más rápida. O, por el contrario, me aferraba demasiado pronto a relaciones donde confundía necesidad con amor, porque una parte de mí seguía buscando afuera lo que nunca recibí de niña.
Pero un día me pregunté: ¿esto tiene que ser así para siempre? Y la respuesta fue no. La sanación no llegó de golpe ni en una sola forma, pero entendí que no estaba condenada a repetir mi historia. Empecé a trabajar en mí, a poner límites sin miedo, a reconocer que mi valor no dependía de cuánto daba a los demás. Descubrí que el amor no era una prueba que tenía que superar, sino algo que podía recibir sin condiciones.
Hoy sé que confiar es un proceso, pero es posible. Que la amistad puede ser un refugio y el amor una experiencia segura. Que no estaba rota, solo herida, y las heridas pueden sanar. Si has pasado por esto, quiero decirte que no estás solo. Puedes reconstruir tu manera de relacionarte, aprender a recibir sin miedo y abrirte al amor sin que el pasado dicte cada uno de tus pasos. Tienes derecho a vínculos sanos. Tienes derecho a sentirte en paz. Y, sobre todo, tienes derecho a un amor que no duela. 💛
Comentarios
Publicar un comentario