Mi papá nunca me gritó.
Nunca me levantó la mano.
Nunca me trató con groserías.
Su forma de enseñarme fue con palabras, no con
castigos. Me hablaba para hacerme caer en cuenta de lo que podía mejorar. No
imponía, explicaba. No controlaba, confiaba.
Y quizás eso fue lo más poderoso:
Confiaba en mí más de lo que yo misma lo hacía.
Él siempre me decía que debía estudiar,
aprender, valerme por mí misma. No desde la exigencia, sino desde el amor
profundo que desea que su hija no dependa de nadie, que sea libre, fuerte y
capaz. Me apoyó incluso cuando no estaba de acuerdo con mis decisiones, y esa
presencia silenciosa fue mi sostén en muchos momentos en los que yo dudaba de
mí misma.
Hoy entiendo que una parte de mi fortaleza
nació ahí, en esa semilla que él plantó:
la creencia de que podía sostenerme sola.
Ese fue uno de mis mayores aprendizajes: aprender a sostenerme emocionalmente, sin depender de la aprobación de los demás. Escucharme. Respetar mis límites. Reconocer mis heridas, sin justificar mis reacciones con ellas.
No se puede tener un dominio menor o mayor que el dominio de uno mismo.
La altura de tu éxito se mide por tu autocontrol, la profundidad de tu fracaso
por tu autoabandono.
Sanar, para
mí, ha sido recordar eso cada día.
Que no puedo cambiar lo que pasó.
Pero sí puedo cambiar cómo me trato a mí misma.
Y también puedo honrar lo bueno. Lo que sí me dieron. Lo que sí estuvo.
Gracias, papá.
Por tu amor sin gritos.
Por tu forma suave de educarme.
Por confiar, incluso cuando yo no lo hacía.
Por enseñarme, sin decirlo, que mi poder siempre estuvo en mí.
Hoy me conozco más.
Y en ese conocimiento, también te reconozco a ti.
Gracias por ser parte de mi sanación.
Comentarios
Publicar un comentario