A lo largo de la vida, hay personas que, sin buscarlo, dejan una huella profunda. Para mí, una de esas personas fue mi abuelo Salomón.
Una figura paterna positiva, amorosa y profundamente respetuosa.
El abuelo Salomón era un hombre sensible, con un corazón abierto y una fe inquebrantable. Tenía una espiritualidad serena, que no necesitaba explicarse con palabras: se sentía en su forma de vivir, de confiar, de cuidar.
Era muy honrado. Vivía con principios claros, trataba a todos con respeto y nunca levantaba la voz. No usaba malas palabras, no imponía. Acompañaba con presencia, con cariño, con esa elegancia sencilla de los hombres buenos.
Conmigo compartía desde el alma. Me hablaba con sinceridad, con esa sabiduría que no necesita imponerse. Me hizo sentir capaz, escuchada, valiosa. Como si reconociera en mí una fuerza especial y si supiera que yo tenía algo importante que ofrecer al mundo, incluso cuando yo aún no lo tenía claro.
Gracias a él comprendí que la sensibilidad es fortaleza. Que hay hombres que protegen sin controlar. Que cuidar puede ser una forma poderosa de amar, que no necesito una persona a mi lado que me sea fiel a la fuerza, sino alguien que sea leal a sí mismo y por esto la verdadera conexión con otro solo es posible si vivo tambien leal a mi misma. Porque eso era lo que él practicaba cada día: coherencia entre lo que sentía, pensaba y hacía.
Mi abuelo Salomón marcó mi vida para bien.
Me hizo sentir profundamente respetada, segura, mirada con amor limpio. Su ejemplo sigue vivo en mí: en cómo escucho, en cómo acompaño, en cómo creo.
Gracias, abuelo Salomón.
Por tu ternura, tu risa, tu fe, por tus pasos de baile, y tu forma de habitar el mundo.
Te honro. Te celebro. Y te llevo conmigo. Siempre.
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