Esta semana, al hablar sobre papá con mis hermanos, me di cuenta de algo que nunca había mirado tan de frente:
Hay partes de la historia de mi papá que no conozco… y que hoy me hacen
falta.
No es que no tenga recuerdos con él. Claro que los tengo.
Momentos compartidos, palabras, miradas, gestos suyos que se me quedaron grabados.
Pero hay preguntas que no hice.
Historias que no le pedí que me contara.
Temas que no me importaban de joven y que ahora, en esta etapa de mi vida, me duelen por su ausencia.
Quisiera saber más sobre lo que pensaba, lo que sentía, lo
que lo conmovía.
Cómo veía el amor, la vida, la muerte, los hijos, su propio pasado.
Hay respuestas que nunca llegarán.
Y aunque sé que no las tendré en esta vida, sé que siguen vivas, girando como
preguntas en mi corazón.
Tal vez un día, en otro plano, nos encontraremos de nuevo
y nos daremos el tiempo de contarnos todo eso que se quedó volando.
Por ahora, solo puedo mirarlo desde adentro.
Y honrar la huella que dejó.
No necesito tenerlo frente a mí para seguir vinculándome con
él. El vínculo no se rompe, se transforma. El lazo con papá no
desaparece con su partida, solo cambia de forma. Ahora se expresa en lo que digo, en lo que pienso, en cómo cuido a mis hijos,
en lo que valoro, en lo que elijo sanar.
Sanarlo no es revivir el pasado ni esperar respuestas.
Sanar no implica volver a sufrir lo mismo, ni esperar que aparezca una
conversación perfecta que lo aclare todo.
A veces yo misma hubiera querido que él —aunque ya no esté— me explicara muchas
cosas. Pero esperar respuestas externas me dejó, muchas veces, atrapada en la
ausencia. Sanar ha sido dejar de depender de lo que no fue dicho… o de lo que ya no
podrá decirse.
Sanarlo ha sido hacer las paces con todo lo que sí pasó.
No se trata de borrar nada, sino de reconocer lo que fue, con verdad y sin
distorsión: lo que se dio, lo que dolió, lo que faltó… y aceptar que esa fue la
historia.
Hacer las paces no es justificar,
es dejar de pelearme emocionalmente con lo que ya no puedo cambiar.
Y también ha sido dejar de cargar lo que nunca me
correspondía.
Porque muchas veces, sin darme cuenta, cargué culpas, silencios,
responsabilidades y dolores que eran suyos, no míos.
Intenté entenderlo antes de tiempo, protegerlo, compensar lo que no podía
cambiar.
Pero soltar esos pesos invisibles, que asumí por amor o lealtad, ha sido parte
esencial del proceso.
Sanar, para mí, ha sido reconciliarme con mi verdad,
ponerle límite al pasado,
y liberar mi corazón de cargas que ya no quiero seguir sosteniendo.
Lo que sí me queda…
Me queda su historia, lo que pude conocer.
Me queda la certeza de que sus decisiones hicieron posible mi vida.
Me queda el deseo profundo de mirarlo con más ternura
y de liberarme a mí también de la exigencia de haber tenido que entenderlo
todo.
Porque no se trata de idealizarlo ni de juzgarlo.
Se trata de reconocer que yo también puedo transformarme a partir de él.
Y que esa transformación… ya es una forma de amor.
No vine a ser igual ni a ser contraria,
vine a recordarme a través de su reflejo
y elegir mi propia forma de existir.
A través de él entendí una parte de mí.
Y esa comprensión, más que sanar,
me devolvió a mi centro.
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