Cuando era niña, sin saberlo, aprendí a protegerme.
A veces era siendo fuerte. Otras, callando. Pasando desapercibida.
A veces complacía. O me aferraba al control.
Cada uno de esos mecanismos fue una especie de armadura que construí para
sobrevivir.
Y sí, me ayudó. Me permitió llegar hasta aquí.
Pero con el tiempo, empecé a notar algo: ya no me protegía, me limitaba.
Recordé la historia del boxeador Mike Tyson.
Entrenaba con un casco que, supuestamente, lo protegía.
Pero ese casco no evitaba el verdadero daño.
Al contrario: al darle una falsa sensación de seguridad, él y sus oponentes
golpeaban con más fuerza. Y su cerebro era el que recibía todo el impacto.
A veces, nuestras armaduras hacen exactamente eso.
Por años creí que no hablar de lo que me dolía me
protegía.
Pero en realidad me aislaba.
Pensé que estar siempre alerta me mantenía a salvo.
Pero solo me agotaba.
Aprendí a desconectarme del cuerpo para no sentir.
Me di cuenta de que estaba sobreviviendo. Pero no
viviendo.
Fue ahí cuando me hice preguntas distintas:
¿Esta forma de protegerme todavía me cuida o ya me encierra?
¿Sigo necesitando esta coraza o puedo empezar a soltarla, aunque sea un poco?
¿Cómo sería mi vida si, en lugar de defenderme todo el tiempo, pudiera empezar
a confiar?
No te voy a mentir. No fue fácil.
La armadura me dio identidad, me dio estructura, me
protegía.
y también me dejó sola detrás de un muro.
Pero ya no la necesito.
Hoy sé que puedes dejarla caer de golpe, o —si es mejor para ti—
puedes, con ternura, abrir rendijas por donde entre la luz.
Y si tú también sientes que llevas años escondiéndote dentro de algo que un día te protegió… te entiendo.
No estás sola. No estás solo.
Nos pasa a muchos.
Pero quiero decirte esto con toda mi alma:
no tienes que vivir a la defensiva toda la vida.
Tu historia merece espacio. Tu corazón merece descanso.
Y tú mereces mucho más que solo sobrevivir.
Tu armadura te trajo hasta aquí.
Pero tu verdad… puede llevarte mucho más lejos.
Comentarios
Publicar un comentario