Ir al contenido principal

Habita la abundancia


Durante mucho tiempo pensé que sanar mi relación con el dinero era un asunto de la mente: creencias, pensamientos, afirmaciones.

También creí que bastaba con “vibrar alto” o repetir mantras de abundancia.
Pero mi cuerpo decía otra cosa.

Podía decir “yo merezco”, pero al momento de cobrar sentía culpa.
Podía visualizar prosperidad, pero se me apretaba el estómago cuando invertía en mí.
Podía afirmar que confío en la vida, pero me sudaban las manos cada vez que hablaba de precios o pagaba por algo que me daba placer.

Entonces lo entendí: la abundancia no es un concepto mental. Es una experiencia corporal.

Mi sistema nervioso no se sentía seguro al recibir.
Y sin seguridad interna, no hay energía externa que fluya.
Puedes leer todos los libros de prosperidad, hacer rituales, prender velas, hablarle al universo… pero si tu cuerpo se siente en peligro cuando recibes, vas a bloquear lo que llega. Y ni siquiera te vas a dar cuenta.

La abundancia es una energía que necesita espacio y permiso.
Y ese permiso no se da desde la cabeza, sino desde el cuerpo.

Lo viví en carne propia: cada vez que quería avanzar económicamente, algo dentro de mí se tensaba, se resistía, se frenaba.
Hasta que me di cuenta: tenía miedo de prosperar.

Porque en algún rincón de mi historia, prosperar se volvió peligroso.
Significaba sobresalir, separarme, dejar atrás a mi familia, mostrar partes de mí que aprendí a ocultar.
Sentía que, si me iba bien, si brillaba, iba a perder el amor de quienes amaba.
Y esa fidelidad inconsciente a la escasez me hacía volver una y otra vez al mismo lugar: trabajar mucho, ganar lo justo y sentir culpa si recibía más de lo esperado.

Mi cuerpo me hablaba.
Cada tensión, cada bloqueo, cada pensamiento como “esto es demasiado” o “¿quién soy yo para cobrar esto?”, era un mensaje:
“No me siento segura. No me creo suficiente. No me creo digna.”

Ahí comenzó el trabajo real. No el de pensar distinto, sino el de habitar diferente.

Tuve que enseñarle a mi cuerpo que está a salvo recibiendo.
Que no es egoísta cobrar bien.
Que puedo tener dinero sin perder a nadie.
Que puedo disfrutar sin culpa.
Que el placer, la tranquilidad y la expansión también son espirituales.

La verdadera abundancia no se ve solo en tu cuenta bancaria.
Se ve en cómo caminas.
En cómo respiras cuando hablas de dinero.
En cómo comes sin prisa.
En cómo dices “sí” cuando algo bueno quiere entrar a tu vida.

Hoy no busco vibrar alto.
Busco vibrar presente.
Aquí, en mi cuerpo.
En mi lenguaje.
En mis decisiones cotidianas.

Y si tú estás leyendo esto y algo dentro de ti se movió…
si sentiste un nudo en la garganta, si te identificaste, aunque sea un poco…
quiero decirte algo con el corazón abierto:

No estás sol@. No estás dañad@, ni rot@, ni atrasad@.
Estás despertando.

La abundancia no se alcanza comparándote, esforzándote más o tratando de demostrar algo.
Se alcanza soltando el miedo.
Volviendo al cuerpo.
Permitiéndote recibir, no por lo que haces, sino por lo que eres.

Tu historia no es un obstáculo.
Es la puerta para transformar tu relación con la vida, con el dinero, con el merecimiento.
Tu cuerpo puede aprender a sentirse seguro con el éxito, con el amor, con el placer.
Y cuando eso pasa… el dinero llega. La vida responde. Todo se transforma.

Porque la abundancia no es algo que se busca fuera.
Es algo que te atreves a habitar por dentro.

www.marcelabritoavellaneda.com

Comentarios

Entradas populares de este blog

Sanar relaciones: mi camino para confiar en el amor y la amistad después del trauma

Por mucho tiempo, pensé que algo en mí estaba roto. Que las relaciones no eran para mí, que el amor era una trampa y que las amistades solo funcionaban si yo me adaptaba a lo que los demás querían de mí. Crecer con el peso de una infancia marcada por la violencia sexual me dejó cicatrices que, al principio, ni siquiera entendía. Me volví experta en sobrevivir, pero cuando se trataba de conectar con otros, me sentía perdida. En la amistad, por ejemplo, nunca sabía bien cómo ser yo misma sin sentir que estaba incomodando a alguien. Me costaba abrirme, porque en el fondo tenía miedo de que, si alguien veía quién era de verdad, se alejaría. ¿Cómo confiar en alguien cuando aprendiste que las personas que deberían haberte protegido fueron las primeras en hacerte daño? Así que me refugiaba en la distancia o en la complacencia: decía “sí” cuando quería decir “no”, aceptaba menos de lo que merecía y callaba lo que dolía. En el amor era aún más difícil. La intimidad me asustaba, no solo física,...

Honro a mi abuelo Salomón, una figura paterna que marcó mi vida

A lo largo de la vida, hay personas que, sin buscarlo, dejan una huella profunda. Para mí, una de esas personas fue mi abuelo Salomón. Una figura paterna positiva, amorosa y profundamente respetuosa. El abuelo Salomón era un hombre sensible, con un corazón abierto y una fe inquebrantable. Tenía una espiritualidad serena, que no necesitaba explicarse con palabras: se sentía en su forma de vivir, de confiar, de cuidar. Era muy honrado. Vivía con principios claros, trataba a todos con respeto y nunca levantaba la voz. No usaba malas palabras, no imponía. Acompañaba con presencia, con cariño, con esa elegancia sencilla de los hombres buenos. Reía con sus ojos. Tenía un curioso bigote. Su mirada se iluminaba con ternura, con alegría genuina. Tenía un buen humor constante y una forma de disfrutar lo simple que llenaba de paz a quien lo rodeara.  Y bailaba conmigo. No necesitábamos música fuerte ni grandes fiestas. Bastaba su risa, su gesto, su complicidad. Bailar con él era...

El regalo silencioso de mi papá: creer en mí

Durante años creí que sanar era acumular herramientas, nuevas formas de pensar o técnicas que me ayudaran a “estar mejor”. Pero con el tiempo descubrí algo más profundo: que el verdadero punto de transformación es conocerme a mí misma . Entender cómo funciono, qué me activa, qué me da miedo, qué necesito para sentirme en paz. Y en ese proceso, inevitablemente, miré hacia atrás... y me encontré con mi papá. Mi papá nunca me gritó. Nunca me levantó la mano. Nunca me trató con groserías. Su forma de enseñarme fue con palabras, no con castigos. Me hablaba para hacerme caer en cuenta de lo que podía mejorar. No imponía, explicaba. No controlaba, confiaba. Y quizás eso fue lo más poderoso: Confiaba en mí más de lo que yo misma lo hacía. Él siempre me decía que debía estudiar, aprender, valerme por mí misma. No desde la exigencia, sino desde el amor profundo que desea que su hija no dependa de nadie, que sea libre, fuerte y capaz. Me apoyó incluso cuando no estaba de acuerdo con mi...